Para muchos la historia de aquel profesor que le tiene mala a los alumnos es un mito o simplemente una excusa que se da cuando hemos reprobado un ramo, sin embargo tiene tanta veracidad como la existencia del mismo sol.
Al menos así fue en mi caso y en el ramo de Comunicación y Cultura. Un curso entretenido y útil, pero para nada realmente fundamental en la carrera Periodismo, sin embargo el profesor que lo impartían tenía aires de divo y de cabrón, por lo que hacía que fuese uno de los más difícil de pasar.
Durante el año las notas uno las obtenía realizando diversos ensayos, en los que yo nunca tuve calificaciones superlativas, sino que siempre fueron regulares, por lo que al fin del semestre no me salvé de dar el examen final.
Tengo que confesar que yo era una alumna de bajo perfil y que me sentaba al final de la sala para que en caso de que se me cerraran los ojos, el profesor no me viera y así no me llamara la atención.
Y adelante, como siempre, estaban aquellos compañeros de ramo que eran muy participativos y que planteaban temáticas con las que el profesor podía llegar a tener un orgasmo. En cambio en mi caso, muy probablemente este me veía solo cuando llegaba atrasada y debía pedirle permiso para poder entrar al salón.
Fue así como llegó el día del examen, el cual además era oral. La tradición era que la interrogación duraba todo un día desde las 8:00 horas de la mañana, hasta las 15:00 horas de la tarde y quienes entraban lo hacían porque se sentían preparados, ya que no había ningún orden en particular.
De cada dos estudiantes que entraban a recibir la pregunta del juicio final por parte del profesor, uno salía con la cabeza baja y lamentando tener que cursarlo nuevamente el próximo año. Es decir, la mitad de los que dábamos el examen, sí o sí, lo íbamos a reprobar.
Ya eran las 13:00 horas de la tarde y yo y mis compañeros más cercanos aún no nos atrevíamos a entrar, hasta que una de nuestras amigas se armó de valor y fue la primera. Para su fortuna él la conocía porque era su profesor guía en su tesis, de modo que su examen solo fue una grata conversación sobre la vida y nada sobre la materia que habíamos visto en el semestre.
Ella salió y me aconsejó entrar porque, según su percepción, el Dios de las teorías comunicaciones y culturales, estaba de buen humor. Le hice caso y entré con gallardía, la que me duro solo hasta que me senté y él me dijo: "a ti no te conozco".
Con esa frase, que en el fondo quería decir que yo no participaba nada en clases y que eso él lo castigaría, quedé petrificada por unos 30 segundos que parecieron 5 minutos, pero reaccioné.
Me lanzó la pregunta y yo me alivié y sonreí, pues sabía la respuesta y la comencé a desarrollar confiada en que al menos estaba haciendo un papel digno. Para mi pesar su mirada era rígida y sus palabras desalentadoras: "no, no me convence tu respuesta, trata de elaborarla aún más".
Lo intenté pero no hubo caso. Él me dijo que no había entendido lo suficiente para aprobar el ramo y que tenía que darlo de nuevo. Me dijo la nota y por dentro mi corazón estallaba como si tuviese fuegos artificiales, porque la nota que registró en el libro, me alcanzaba justo para poder pasar el curso.
A los pocos segundos el se dio cuenta y se molestó por su error, pero ya no podía hacer nada. Y ese fue, sin duda, el karma académico inmediato de un profesor que me quería castigar y me tuvo mala, simplemente, por parecer una estatua en sus clases sobrevaloradas.