Estaba en tercer año de universidad y con mi grupo de amigos decidimos dedicar las vacaciones a algo más que a nosotros mismos, por lo que nos inscribimos en los trabajos voluntarios de verano de la región.
La labor consistía en estar un mes levantando casas para personas de menores recursos que necesitarán con urgencia una vivienda básica para poder vivir algo más cómodos y con mayor privacidad.
Cómo fue hacer el mejor trabajo de mi vida
Éramos cuatro (tres amigas y Antonio, bendito entre todas), quienes partimos a las zonas interiores del desierto de Atacama. Al llegar a la primera ciudad había cuadrillas de trabajo ya conformadas, por lo que nos separaron y repartieron.
Fue la última vez que nos vimos hasta que terminaron los trabajos, pues cada uno se fue con distintas misiones. El trabajo era duro y en pleno verano se hacía más pesado con el calor. Había que martillar, cortar, trasladar maderas y en la primera casa que me tocó parar, ya quería devolverme.
Nunca había hecho tanto trabajo físico y, peor aún, estaba con gente que no conocía. Ellos no me trataron muy bien por considerar que yo pertenecía a otra clase social. Aquel fue el primer prejuicio que se rompió, tanto de mi parte como por la de ellos, ya que cuando vieron que yo estaba por claudicar me dieron ánimo y yo les respondí con más esfuerzo.
Nos hicimos un equipo muy unido y cuando terminamos nuestra primera casa, entendí que probablemente ese iba a ser el mejor trabajo de mi vida, porque todo se hacía con el fin de darle tranquilidad y felicidad a otros.
Esas primeras llaves que entregamos fueron recibidas por una emocionada familia que, por una u otra razón, no había podido conseguir su espacio propio. Ahí no importó el agotamiento y, al contrario, las ganas de seguir el periplo aumentaron.
Un trabajo agotador, pero único
Fue así como llegué a un sector completamente desértico. Era una mina de cobre abandonada en la que habitaba una pequeña familia y solamente ellos vivían ahí. No había otra forma de llegar que no fuese en auto, a caballo o burro.
El padre de ese hogar sacaba lo poco que quedaba del mineral, su esposa cocinaba con lo cosechado en un huerto propio y Kimberly, la hija, soñaba entre medio de todos esos cerros.
Estuve dos días ahí y mientras clavaba techos o ponía ventanas, conversaba con Kimberly. Ella me preguntaba todo lo que yo hacía, lo que estudiaba y por qué estaba ahí. En la noche nos íbamos a unas bancas de madera, llevábamos frazadas, un chocolate caliente y ella me hablaba de sus sueños.
Quería poder ir a estudiar a un internado de la ciudad de la más cercanas, participar en competencias de bicicleta porque ella creía que para eso era muy buena, ya que donde vivía andaba por encima de las piedras y nunca se caía. Y también imaginaba su vida en la universidad y me confesó que no le importaba tener que trabajar al mismo tiempo para pagársela.
Antes de dormir esa noche, ella me calentó agua para yo poder bañarme y sacarme el polvo que era imposible esquivar, ya que el viento raras veces paraba y lo que más reinaba en ese lugar era tierra. Era tarde, pero no quería irse a dormir (ni yo tampoco).
"Es que mañana ya te vas y no quiero que te vayas, porque ya no tendré con quien conversar", me dijo. Le regalé un libro de Isabel Allende que andaba trayendo y le dije que todos los días leyera una página y que así sentiría que conversó con alguien más.
De regreso al encuentro con mis amigos
Llegó el momento de despedirnos, fue un abrazo apretado y algunas lágrimas también cayeron. Cuando me iba le dije, no dejes de luchar por tu sueño de estudiar y ella sonrió. Me alejaba en la camioneta que nos fue a buscar y ella gritó: "Sí, lo voy a lograr, no te preocupes".
Al día siguiente se acabaron las construcciones y por fin pude ver a mis amigos. También nos abrazamos e incluso lloramos, pero no de tristeza...era porque entendíamos que habíamos tenido la mejor experiencia de nuestra juventud al ayudar a otros. Un trabajo de verano distinto pero gratificante.