Con el grupo de amigos queríamos una buena historia de verano. Habíamos cursado el último año del colegio y pronto debíamos cursar nuestro primer año de universidad, por lo que la aventura tenía que ser, sí o sí, inolvidable.
Por lo mismo, decidimos tomar el tramo del Camino del Inca que pasaba muy cerca de nuestra ciudad, para luego hacer dedo y mochileando llegar a la playa más bella de la región: Bahía Inglesa.
El comienzo de nuestra aventura
Era una especie de mochileo místico pues terminábamos una gran etapa como amigos y caminaríamos por un lugar histórico que nos haría feliz. Un tramo recto que hasta el día de hoy resulta difícil pensar cómo lo hicieron los Incas. Pero ahí estaba, listo para que lo descubriéramos.
Con nuestras mochilas llenas de agua para hidratarnos y chocolates para la energía, partimos un sábado a las 5:00 a. m. hacia la carretera. Ahí hicimos dedo y una camioneta nos acercó hacia donde empezaba la ruta.
Partimos felices, también con algo de sueño, pero viendo el hermoso amanecer del desierto. El primer obstáculo fue una especie de posa natural a la que nos acercamos para sacarnos fotografías, sin percibir que se trataba de un pantano de barro. Nos enterramos hasta las rodillas y fue difícil salir, pero lo peor fue tener que seguir caminando con el barro secándose en nuestros pantalones (simplemente nos resignamos a quemar algo más de calorías por el peso extra).
Perdidos y desorientados
Luego seguimos por el recto Camino del Inca que se internaba entre cerros de múltiples colores; sin embargo, hubo un punto en el que no pudimos continuar pues la huella ancestral había desaparecido.
Tomamos la decisión de caminar hacia una quebrada que se veía a pocos metros de distancia para bajar por ella hasta encontrar la carretera y hacer dedo nuevamente rumbo a la playa.
Aquellos metros se transformaron en unos cinco kilómetros y en los que empezamos a racionar el agua por si el recorrido se hacía aún mayor. Finalmente llegamos pero antes debimos bajar sentados por una empinada ladera.
Mis pantalones y los de varios amigos, además de tener el barro seco, ahora tenían una serie hoyos, pero considerando el calor del imponente sol del desierto, fueron una especie de ventilación muy bienvenida.
Así empezamos a caminar quebrada abajo sin tomar en cuenta que el río de la misma era salado, por lo que el borde era un suelo absolutamente duro, lo que hizo que nos agotáramos de forma más rápida.
Apreciando la belleza del lugar
No importó tanto el cansancio al ver que las paredes de esa quebrada se imponían formando figuras maravillosas y entregándonos algunos fósiles de especies diminutas que seguramente habitaron el sector millones de años atrás.
Así que igualmente íbamos felices. Eso hasta que no pudimos seguir por la quebrada porque río abajo existía una cascada de bastantes metros de altura, la que sin instrumentos de escalada era imposible pasar.
No teníamos mayores provisiones para devolvernos o pasar la noche en un sector donde no había señal de telefonía, por lo que decidimos subir una de las paredes de la quebrada porque sabíamos que por ahí también pasaba otro camino vehicular.
Aquella pared fue el primer gran susto. Uno a uno comenzamos a subir, mientras pequeñas piedras caían alrededor y en nuestras mentes la consigna era no mirar hacia abajo hasta llegar a la cima.
Finalizando la jornada
Afortunadamente lo hicimos pero un nuevo obstáculo apareció: la luz del día se iba y en la cima no se veían más que cerros y más cerros. La discusión era si nos quedábamos ahí y esperábamos que nos rescataran (porque antes de partir avisamos a los organismos correspondientes por donde íbamos a andar) o si avanzábamos hasta encontrar la carretera.
Fue así como dos del grupo de ocho, tomaron la delantera para encontrar un camino por el que pudiéramos bajar. Lo hallaron pero su grosor era mínimo y un paso en falso nos haría caer por el barranco.
Decidimos entonces descender en modo cadena por si es que alguien caía tratar de impedirlo. El silencio era total y solo se escuchaba el viento susurrar. Algunos iban rezando y otros contando anécdotas.
Al fin desde arriba divisamos la carretera y autos pasando por ella, así que todos encendimos nuestras linternas para hacerlos parar y que nos esperaran. Y lo logramos, llegamos a suelo realmente firme, nos abrazamos, sin decirnos nada y luego lloramos. Estábamos vivos y juntos.
Los autos que nos pararon nos trasladaron de vuelta a casa y aunque no alcanzamos a llegar a Bahía Inglesa, íbamos con la satisfacción de estar bien para contar nuestra gran aventura. Aquella en que los Inca nos llevaron y nos devolvieron sanos y salvos.