Siempre llego tarde a todo, y Tinder no fue la excepción. Para el día en que por fin me di de alta en la app, mis amigas ya habían hecho un desfile de guapos que no pude pasar por alto en nuestras salidas. Evidentemente su método de ligue funcionaba y yo tenía que probarlo. Inexperta total, dejé mi foto de perfil de Facebook (mi obeso gato Genaro…) como principal en Tinder. ¿Quién le va a dar match a la loca de los gatos, cierto? Así que me pasé una semana deslizando hacia la derecha a los chicos que me gustaban sin que la app me mandara de vuelta una notificación de algo que no me fuera invitarme a comprar su suscripción Premium.
Estuve a punto de dejarlo, pero, de pronto, ¡un match! ¿Qué se hace en estos casos? ¿De qué le hablo? Nuestros intereses en común eran historia del arte, cine y literatura. ¿Me veré nerd si lo menciono? ¿Y si mejor lanzo mi teléfono por la ventana? Como era de esperarse, él tomó la iniciativa. Su nombre era Tito, 26 años (yo 22), compartíamos campus, guapo y de look súper formal. Antes de intercambiar números, hablamos de la universidad, de mi gato, de mi próxima titulación y demás trivialidades. Mandé capturas de pantalla al grupo de Whatsapp que tengo con mis amigas y no tardaron en revelarme que Tito no era un alumno de nuestra universidad, ¡era un docente!
Hacía apenas un año que Tito había presentado su examen profesional para titularse de la carrera de filosofía. Debido a que era un alumno brillante, se graduó con todos los honores y le ofrecieron dar una clase de Introducción al Pensamiento Filosófico a los alumnos de nuevo ingreso. Él no tuvo problemas en contarme todo esto mientras texteábamos, pero tampoco me preguntó si a mí me importaba estar coqueteando con un –técnicamente- profesor. Y la verdad es que no me importaba en lo absoluto. Seamos sinceras, ¿a quién no le ha pasado por la cabeza? ¿No? ¿Sólo a mí?
Hablando de cabezas, no sé dónde quedó la mía al aceptar verlo en la explanada central del campus, a la vista de todos. De hecho, todo ese día no fue otra cosa que una vertiginosa aventura. Para empezar, mi despertador no sonó a la hora que debía porque "Genaro" lo tiró al suelo durante la noche. Llegué tarde a clases por enésima vez en el semestre y tuve que quedarme con mi profesor de Latín para revisar mi situación académica. Para cuando pude bajar a la explanada, Tito ya se encontraba mirando su reloj. Entonces me paré frente a él, me vio, me sonrió, y pensé que sin duda instalar Tinder había valido la pena.
Como había prometido, me compró un café. Platicamos durante un rato, siempre interrumpidos por alumnos y otros profesores que pasaban a saludarlo. No puedo mentir, eso me hizo sentir más atraída por él. Nos reímos mucho, me habló de filosofía (de lo que entiendo poco) y, en general, pasamos un buen momento.
Tengo que decir que yo no conocía las estrictas reglas de la universidad acerca de la situación en la que desde ese momento estaba metida. Pareciera que profesores saliendo con alumnas era la peor pesadilla del consejo académico. Y es que, después de nuestra cita en la cafetería, el chisme se extendió como un virus. Tito me dijo que yo le gustaba, pero que en ese momento no podía perder su trabajo. No recuerdo cómo me lo tomé, supongo que mal, pues dejé de mensajearlo por unos días. Hasta que me lo encontré en los pasillos de mi facultad.
Nos saludamos y en poco tiempo llegamos a la solución de nuestro dilema, la cual estuvo todo el tiempo frente a nuestras narices. A mí me quedaban dos meses para hacer mi examen profesional y, al menos antes los ojos de la universidad, ya no sería una alumna. Ahora, a un mes de que esto se haga realidad, seguimos esperando. Mis amigas siguen usando Tinder, y me tratan de convencer de que cambié la foto del gato y haga lo mismo, pero, para mí, la app ya cumplió su papel en mi vida.