Si la gracia de vivir está en la capacidad de conocer y relacionarse con personas de diferentes realidades y estilos de vida, la época de estudiante es y será el mejor escenario para aprender y aplaudir a algunas personas.
Y es por eso que siempre admiré a la Valeria, mi mejor amiga en la universidad. Ella fue una compañera que estuvo con nosotros desde el primer día de clases. Se veía super niña, la recuerdo bajita, flaca, muy blanca y siempre un poco destartalada. Después de un mes de comenzadas las clases entendimos el por qué de su apariencia. El motivo se debía a los ojos verdes más lindos que podías haber visto, ¡La Matilde!. Cuando un día llegó con ella en sus brazos nadie creía que era su hija, la habíamos visto de lejos con un tremendo coche y un bolso y una mochila en la espalda, pensando pobre Vale tuve que venirse con su hermana chica.
De hecho, ¡que linda tu hermana! le dijo un compañero y ella sonrío y nos dijo no, es mi hija. La vida de la Valeria siempre fue muy dura. Vivía sólo con su mamá y la tía no podía cuidar al bebé siempre. Por eso a ella no le queda otra que partir a la U con la niña. Lo gracioso era que todos terminábamos haciéndole gracia a la guagua. Nos turnábamos para moverle el coche y así la Vale pudiera tomar apuntes. ¡Hasta los profesores se ofrecían a verla un rato! Y todo alumno nuevo que llegaba miraba con cara de asombro nuestra sala, porque no es común ver una guagua en medio de 40 alumnos.
¡Finalmente la vale la hizo! Terminó su carrera en los 5 años que correspondían y cuando nos titulamos la Matilde sale en la foto oficial como una más de nosotros. Todos los premios al mérito y esfuerzo se lo llevó la Valeria. Por eso, siempre que nos reunimos le agradecemos que no haya abandonado, que aunque nos hizo andar pasados a guagua, a cargar pañales y mamaderas con leche y a sentirnos padres antes de tiempo, fue la mejor lección de compañerismo y esfuerzo que nos pudo dar…
Imagen CC Alway Shooting