Ahora que lo pienso y con el tiempo de por medio, tengo la impresión de que Carmen en realidad no quería sucumbir al computador, le dolía –con toda su expertisse– ser superada por una máquina. Yo llegué a ese trabajo para ser su asistente en la oficina de comunicaciones de una Unidad Académica Universitaria.
Ella llevaba una veintena de años trabajando en la universidad y con una jubilación ad portas, decidió bajar su horas como profesora para hacerse cargo de esta oficina que funcionaba como una suerte de limbo de la burocracia, ya que se ocupaba de cosas pequeñas como al actualización de los diarios murales y hacer un boletín para la unidad académica a la que pertenecía esta oficina.
Carmen necesitaba a alguien que se ocupara de lidiar con “la” computadora que había sido adquirida para la oficina. Era un tarro recién comprado que contaba con Windows 98 y con Word como gran herramienta de diseño.
Carmen se sentía orgullosa de los avances en la oficina e insistía en que pronto todas las oficinas tendrían computadoras y todo se haría desde ahí. Hablaba de que había que dar el salto, me instaba a mí a que siguiera “haciendo” cosas en el computador.
“Yo tengo tres carreras en cuerpo y de cada una he podido vivir profesionalmente, si te sigues perfeccionando en esto te va a servir un montón”, me decía Carmen, que parecía haber olvidado que en esta época se tiene que pagar por cada carrera que desees estudiar.
Sin embargo, sus buenas palabras como agorera del mundo digitalizado, se desvanecían una vez que le tocaba sentarse en el compu o asistir a una inducción que preparaba la universidad para aquellos profes o funcionarios que quisieran iniciar o complementar sus conocimientos del computador.
Yo fui a un par y eran de las típicas clases donde te explican que es un hardware y que es un software. Eran una lata y me imagino a Carmen cabeceando y luchando para no roncar en clases.
Y hablo de ese tipo de conocimientos porque a fines de los 90 Internet era una novedad, con casi ninguna utilización práctica en las oficinas donde la correspondencia a mano se negaba a morir.
Pero Carmen, aunque le ponía empeño, no podía sentirse cómoda frente al compu. Al verla parecía como si todo lo que la rodeaba (teclado, mouse, pantalla) se fuese a romper por su culpa. Era tal la aversión que un día –en que se le daba la bienvenida a los mechones- a regañadientes tuvo que sentarse frente al compu a escribir, yo no la podía ayudar porque ella me había “prestado” a otra oficina que coordinaba la bienvenida de los estudiantes a nivel general de la universidad.
Carmen debía terminar de escribir la última nota del boletín que entregaríamos en dos días más a los estudiantes. Así que no podía pasar del mediodía porque, de no cumplir con la hora, la imprenta no tendría a tiempo nuestros boletines.
Supongo que le costó tomar la decisión; conociendo lo orgullosa que era debe haber pensado en mil posibilidades antes de llamarme a la oficina donde estaba a préstamo.
Me pasaron el teléfono y contesté.
“No me aparece la flechita en la pantalla. Llevo mucho rato tratando de arreglarlo. Por favor ven a ver qué le pasa al computador. Estoy desesperada”.
Fue algo así lo que le escuché decir. Pedí permiso y crucé media universidad para llegar a nuestra oficina. Carmen figuraba afuera, como acalorada, con unas mechas sueltas de su peinado y con cara de preocupación.
“Llevo 3 horas y no aparece la flecha, ¡no sé por qué se me ocurrió hacer esto!”, reclamaba ella mientras caminábamos a la computadora.
En el camino le pregunté a qué se refería con que no le aparecía la flecha. Me miró con una cara de endemoniada.
“Cómo no vas a entender”, dijo poniendo atención a cada una de las palabras que pronunciaba, mientras acomodaba la silla para sentarse.
“Yo quiero arreglar esa palabra que la escribí sin tilde. Entonces quiero la flechita para poder colocárselo”.
Yo la miro, tomo el mouse y desplazo el cursor hasta la palabra.
Ella me mira aterrorizada, pero no porque le estuviera revelando un secreto. Creo que en ese momento se sintió fuera de todo eso, que ya no pertenecía. Claro, era una académica con varias décadas de enseñanza en la universidad y sin duda había complejidad intelectual en su dolor. No era fácil tener tres carreras y no saber resolver algo tan simple de una máquina.