Era un día sábado. Estaba nuboso debido a que la noche anterior llovió bastante sobre Santiago. Nos íbamos a juntar con el equipo de la oficina en un servicentro del sector oriente de la capital, para irnos todos en caravana de autos hasta un complejo turístico en medio del Cajón del Maipo. Era el primer año de la empresa, y había que tirar la casa por la ventana.
Fui como conductor de uno de los autos. Mientras el cielo se iba despejando, a medida que nos acercábamos a destino pensaba que nada podía salir mal, total, las actividades en ese complejo eran variadas y bien demandantes en energía: paintball, asado, buenos tragos… Lo típico de cualquier paseo de oficina.
Luego de llegar y entretenernos con el Paintball, llegó la hora del asado: Carnes, butifarras, longanizas, pan, torta, alcohol y elementos herbáceos de dudosa calidad aparecieron en escena. Como yo iba manejando apenas tomé algo de bebida. No quería mezclarme con tanta distorsión.
En medio del jolgorio, aparece uno de mis compañeros de trabajo con una cajita transparente con galletas. “Tengan cuidado con las galletitas. Están muy buenas, pero tengan mucho cuidado”, decía el feliz portador de la ofrenda.
La advertencia era más que lógica: ya que comenté al principio de los elementos “herbáceos” incluidos en el festín, las galletas estaban hechas de cogollos de cannabis. Yo pensaba que ese tipo de repostería se hacía con hoja, pero en esta ocasión el desfile de THC era más que notorio. “No le falten el respeto a la galletita”, volvió a advertir mi compañero, pero algunos no hicieron caso de la recomendación, llegando a consumir hasta más de la mitad del alimento. “Espérate en una hora más…” me indicó el responsable del producto.
En efecto, a la hora siguiente, muchos de los que comieron comenzaron a sentirse mal; algunos por ejemplo se quedaron dormidos sentados, sin reacción, otros vomitaron, también entraron en un espiral de psicosis donde incluso llamaron a sus señoras comentando el asunto generando preocupación en el grupo. Los que estábamos sobrios miramos con estupor y risa nerviosa el momento, excepto cuando nos informaron que una de nuestras ejecutivas comerciales fue trasladada de urgencia al hospital (También comió de las galletas).
Al ver tan preocupante escenario, los que estábamos manejando llevamos a los intoxicados en nuestros autos y los sacamos de ahí. No podíamos llevarlos con un doctor, o con una enfermera, ni mucho menos a la casa de ellos, por todo lo que se consumió ahí. Así que luego de un rato se decidió llevarlos todos a la oficina. Éramos una empresa pequeña, así que podíamos darnos ese lujo.
Al cabo de un rato, los desafortunados comensales lograron salir de su mal viaje y comieron algo de la torta de mil hojas con manjar que nadie probó. Fue un susto gigante el que pasaron ellos, pero ese paseo de oficina fue sencillamente inolvidable.