Emilia llevaba varios lustros como encargada del archivo en la institución educacional donde trabajé. Se le veía poco y generalmente la ubicabas cuando no podías dar con algún informe o certificado de los estudiantes, así que básicamente para mí era la representación de mi última opción y ella sabía que de alguna forma dependíamos de “su buena voluntad”, como ella alegaba siempre que uno le pedía algo.
Era un poco arisca, refunfuñaba cosas, pero siempre terminaba encontrando lo que le pedíamos. Lo hacía parecer como un gran esfuerzo aunque no me consta que sea lo contrario. Lo que sí llamaba la atención era cómo conocía cada papel de ese archivo y la forma en que pasaba delicadamente golpeado, con los nudillos, los lomos de los archivadores. Como si el sonido le indicara donde estaba el papel solicitado.
Conmigo siempre fue cortés, hablaba poco, no me tuteaba y siempre mantenía una distancia inabarcable. Sé que era amiga de unas secretarias de otra unidad académica o de registro curricular, por lo menos con ellas las veía comer a diario.
Así pasaban los días en esa pega y la tranquilidad de la rutina que se prolongaba por semanas creo que era propicia para enfocarse en aquellos detalles de tus compañeros que, en otro lugar, nunca descubrirías.
Las semanas de ese año se convirtieron en meses y a pocos días de finalizar el segundo semestre, los funcionarios de esa institución nos preparábamos para cumplir con nuestro ritual de comunidad: el paseo.
Después de largas reuniones para ponernos de acuerdo, decidimos que un camping en Paine sería el lugar de reunión, en realidad era el mismo al que íbamos todos los años, ya que contaba con piscina y quinchos para armar el asado. Sería un lindo día de descanso con las patitas en el agua y con una cerveza en la mano.
No recuerdo si Emilia estuvo presente en las reuniones pero sí que a diferencia de otros años, en esa oportunidad ya no la acompañaba la que seguramente era su hijita.
Ya instalados y viendo que la parrilla empezaba a arder, esperé que fueran pasadito las 12 para ir a pedir una lata de cerveza. Manuel, el funcionario encargado de la entrega del vital elemento, me apuntó a Emilia.
-La señora se ha puesto dos latas en un ratito -dijo de puro cahuinero que era y yo, para no ser menos, no le perdí pisada desde esa advertencia que me dio Manuel y me dediqué a observarla.
Cuento corto, Emilia a eso de las 3 de la tarde ya tenía un evidente tambaleo al caminar pero aún se manejaba. Yo seguramente tenía la misma cantidad de cervezas en el cuerpo pero no me aventuré ni a pararme ni a bailar. Ella, en cambió no sólo hizo eso, también quiso cantar y sacar a bailar a un académico que se molestó con la insistencia y terminó saliendo del cada vez más reducido radio de acción de Emilia.
Unas compañeras la ayudaron a sentarse, se resistió un poco pero se dio cuenta de que la mirábamos, agachó su cabeza y durmió. Nosotros comimos carne hasta más no poder, un niño se insoló y a otro lo picó una chaqueta amarilla. Felipe, mi compañero de oficina, durmió la mona con lentes puestos y quedó con un hermoso y distintivo bronceado en la cara.
Emilia no supo nada de esto y sólo despertó unos minutos antes de venirnos. Estiró su cuerpo y se "autoabrazó", cobijándose e hizo una mueca de desagrado absoluto. Por temor a su cara nadie fue capaz de preguntarle cómo se sentía.
Desde esa ocasión, nunca más la vimos en un paseo de fin de año y con el tiempo Emilia se volvió más arisca y reducía al mínimo el contacto con nosotros. Tampoco la vi más comer con sus amigas. Los rumores en las oficinas vuelan y este no fue la excepción.
Imagen CC Boksi