Generalmente el baño del trabajo es un lugar sin identidad. Un espacio baldío, un territorio incómodo para dedicarse a una tarea que requiera tiempo y privacidad. Además, aunque lo ocupamos todos, no es de nadie y todos evitamos dejar una huella que nos ponga en evidencia.
Pese a todo, hay ocasiones en que fuerzas ocultas actúan sobre nosotros, y en una oportunidad me tocó ser prisionero de una bien particular, en donde el poder intestinal me había condenado a evacuar sí o sí. Sin ninguna otra opción.
Sin embargo, en ese momento todavía era remota la posibilidad de ir al baño y menos ahí, en el trabajo. Así que decidí esperar. Después traté por un buen rato de no considerar los retortijones: me puse audífonos y me concentré en la planilla que debía completar. Movía la pierna rápidamente no porque llevara el ritmo sino porque me distraía de ese dolor. Pero era más fuerte que yo, y a cada intervalo me retorcía en la silla en una especie de espasmo contenido. Traté de permanecer estoico mientras pensaba en cómo deshacerme de la molestia. Y la solución, aunque no quería, fue ir al baño.
Lo claro es que no quería ir con tanta gente y probables interrupciones. Me propuse –mentalmente- soportar hasta la colación donde la mayoría se va de la oficina. Pero no llegaba a esa hora, no había forma. Me armé de valor y caminé al fondo a la derecha. Me crucé con un compañero quien me dijo “la carita” y siguió caminando; a esa altura ni me daba la fuerza para retrucar una broma. Tenía solo una cosa en mente y un plan sencillo para acabar con todo eso.
Una vez adentro ya me sentía jugado, así que ese baño impersonal y que no contaba con ningún producto de aseo para leer, fue igual de confortable que el de mi casa y poco me importó el resto. Fue un trámite rápido, poco inodoro y que no pude resolver con el desodorante ambiental. Al contrario, la mezcla definitivamente no me benefició.
Por eso la tranquilidad se acabó cuando bajé la tapa y tiré la cadena. Tenía miedo de salir, pero lo que yo suponía sería una gran vergüenza pasó inadvertida. De todos modos, no hice contacto visual con ningún compañero y volví a mi escritorio.
Hasta ahí todo bien o al menos eso creí, porque no pasaron ni diez minutos hasta que un compañero se paró al baño. Entró y salió rápidamente preguntando si alguien estaba “enfermito de la guata” y la oficina explotó en carcajadas. Seguido de eso, varios comenzaron a hacer gestos de que huele feo, mientras que una compañera, que estoy seguro que ni siquiera sintió olor, abrió ventanas y llenó de desodorante ambiental.
Aunque fui el culpable también fui parte de la algarabía. Por un lado, me reí colocando mi mejor cara de ¿quién habrá sido? mientras celebraba la última ocurrencia de un compañero que se envolvió la cara con una bufanda y, por otro, me sentía complacido de haber terminado aquel doloroso trámite.