Hace un par de años cuando trabajaba en una pequeña agencia de comunicaciones, el dueño de la empresa viendo que nuestros clientes aumentaban y, por consiguiente, aumentaban sus ingresos decidió dar un paso: cambiarnos de la antigua casa que ocupábamos como oficina a un piso completo en un edificio recién remodelado en un exclusivo sector empresarial.
Las expectativas de los que trabajábamos en la agencia se fueron a las nubes, incluso nuestro jefe directo organizó reuniones donde planeamos como serían los nuevos espacios de trabajo. Algunos no emocionamos tanto con el cambio que nos imaginábamos con las comodidades de Silicon Valley y con toboganes en vez de escaleras.
Por eso nadie pensó que el cambio sería para peor, es más nadie ni siquiera pensó que donde estábamos, en un tranquilo barrio con almacenes cerca, en realidad era “el” lugar para hacer una vida laboral sin estrés.
El dueño de la agencia también supo vender bien el cambio de oficina, nos dijo que tendríamos escritorios y sillas nuevas, que el piso donde funcionaríamos tendría ascensor y que podríamos contemplar la cuidad desde las alturas (nuestro oficina estaría ubicada en el piso 14). Además contaríamos con un comedor y un baño nuevo, no como la cocina de la antigua oficina.
Pero tanta cosa buena siempre trae consigo aparejado problemas y esta no fue la excepción. El edificio donde nos cambiamos tenía la belleza de lo nuevo, de lo sofisticado, pero carecía de “encanto” que tenía nuestro anterior lugar de trabajo.
Aún recuerdo con nostalgia la antigua casa donde trabajábamos, tenía un patio con parrón donde salíamos a fumar o a copuchar después del almuerzo. El almacén del barrio nos vendía colaciones caseras y ensaladas preparadas que incluso podíamos pagar en las quincenas.
A unas dos cuadras estaba una plaza con una cancha de baby fútbol, donde jugábamos fin de semana por medio, partidos con el resto de los compañeros de la oficina.
En cambio, nuestro nuevo lugar de trabajo era impersonal, frio y con áreas estrictamente determinadas: no podíamos fumar en el edificio, el comedor tenía un horario para ocuparlo y el edificio quedaba ubicado en un sector donde no habían almacenes. Es más, estábamos tan lejos de todo que durante meses fue un dolor de cabeza lograr dar con la combinación de micros exacta y, por ende, planificar todo un nuevo recorrido par ano llegar atrasado.
Tampoco nos salvábamos una vez que salíamos de la pega. Los tacos para salir del barrio empresarial extendían nuestra llegada a casa incluso en varias horas.
Tal vez lo único realmente bello de nuestro nuevo lugar de trabajo era la vista, la posibilidad de contemplar Santiago desde las alturas y ver la cordillera nevada, después de que cada lluvia se llevaba la contaminación.
Imagen CC Latincoltda