Si hay algo sagrado en el trabajo es lo que uno deja adentro del refrigerador. Aunque estés hambriento no puedes robarte la comida de tu compañero. Es un acuerdo invisible del que depende la paz de la oficina y que nuestra comida permanezca donde la dejamos hasta que la calentemos en el microondas.
Pero Emilio nunca lo entendió así, incluso me atrevo a pensar que aún sigue con esa conducta a medio camino entre glotón y prepotente que le daba su condición de supervisor de área. Era simpático y de buen trato, eso no lo puedo negar. Sin embargo, se sentía impune y con el derecho de “probar” cualquier cosa que se le apeteciera del refrigerador.
Y lo recuerdo bien en esa actitud. Él se refería a "probar", al acto de revisar los “tuppers” que dejábamos dentro del refrigerador. Al principio a todos nos pareció gracioso que el jefe no aguantara la ansiedad y atacara la comida. Pero lo que en un principio fue una humorada terminó convirtiéndose en un mal chiste porque la pérdida de comida pronto generó un clima enrarecido en la oficina. Ir a la cocina significaba tener los ojos de todo el mundo puesto encima, aunque la mayoría habíamos visto en más de alguna vez a nuestro jefe metido en el refrigerador, todavía no nos quedaba claro quién era el hurgaba en nuestra comida.
Luego un par de compañeras comenzaron una ofensiva vía papelitos que aparecieron pegados en la pared y después, para que quedara claro, dentro del refrigerador, específicamente en los contenedores de comidas que lucían mensajes como “no tocar” o “compra tu comida”.
Yo por suerte duré poco en esa oficina y me cambié a un trabajo mejor en donde, dicho sea de paso, a nadie le importaba la comida del otro y, por lo mismo, olvidé rápidamente el yugo alimenticio de Emilio. Pero al poco tiempo, tuve noticias de él cuando me topé con Felipe, un ex compañero, quien me contó que ya nadie alegaba por comida perdida y que “extrañamente” todo esto coincidía con la fecha en que Emilio “había probado” un menú de carne mongoliana que lo mandó directo a la posta intoxicado.
“Me tinca que a alguien se le olvidó esa comida y se echó a perder en el refri. Por lo menos ahora todos tenemos claro quien se comía las cosas”, cuenta mi ex compañero Felipe, mientras evoca esa situación y se ríe burlonamente.
Yo también reí, porque aunque haya sido intencional o mala suerte su intoxicación, en realidad poco importaba. Emilio, el jefe que aterrorizaba el refrigerador, había recibido una lección que fue directo a donde más le dolía, su estómago.
Imagen CC Luctheo