Aun recuerdo mi primer año estudiando en Concepción: llegué con una simple maleta roja al hombro al que sería mi primer hogar en esta ciudad. Se trataba de una pieza amplia ubicada en plena Diagonal Pedro Aguirre Cerda, a pasos de los borgoñas del Neruda, de los hippies que venden aritos y la UdeC. El problema era que yo vivía con su misma dueña: una señora chapada a la antigua, rubia y facha como ella sola. Esta pensionista tenía sus mañas: nos prohibía el uso del living, se enojaba si quedaban migas en la mini mesita de la cocina, quería que la loza se limpiara instantáneamente y que nadie pusiera música… así que comprenderán que nos llevábamos de maravilla. No sólo me daba pensión a mí, también a dos chicas más: una joven de uniceja cuyo único propósito en la vida era pasársela encerrada con el pololo y otro ratoncito tímido, que corría soplada desde la cocina a su pieza cada vez que me oía entrar. Era unas fascinantes compañeras de departamento con las que hablé tan poco, que ni siquiera logro recordar sus nombres (saludos para ellas).
Yo tampoco era la pensionista del año: hasta hoy mis amigos se ríen de la vez que vomité por la ventana de mi pieza o cuando llegué tan ebria que me saqué la ropa al frente de esta señora. Incluso, una vez me corté todas las manos tratando de abrir una lata de atún (ebria igual) y dejé la media escena gore en la cocina.
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Imagen CC Tomás Sepúlveda