Ocurrió en un invierno especialmente frío y húmedo en Concepción. O quizá aquella sensación térmica era culpa del departamento de concreto y mal aislado en el que vivía en ese entonces. Pero quedaba en una torre bajita y antigua, de esas que tienen piezas de tamaños decentes y que resisten terremotos, así que bancarme el frío era lo de menos. Tenía un bonito jardín interior que separaba el bloque A del bloque B y al centro, una banquita de madera en la que todos se sentaban a fumar cigarros mirando hacia los árboles. El único inconveniente era que ambas torres se miraban frente a frente y el vecino te veía cuando te paseabas sonámbulo en pijama a prender el calefont y tú lo veías cuando le gritaba a los cabros chicos porque habían rayado la pared del living. Era como vivir entre el reflejo de dos pantallas gigantes que pasaban las transmisiones de vidas cotidianas las 24 horas del día. Por eso me gustaba ser cuidadosa con las cortinas, para no revelar mucho y tampoco abrir demasiado las ventanas, porque el eco era sorprendentemente fuerte. Y me mantuve así de cauta, hasta cierta noche en que llovió el vodka PL en mi comedor…
Era una de esas juntas de jueves por la tarde/noche. O quizá pudo pasar un domingo o un lunes, porque en segundo año de Periodismo no hay mucho que estudiar y uno rellena el tiempo tomando. Con mis compañeros partimos empinando unas latas de chela medianamente decentes y hablando sobre la vida, así como cualquier junta normal. La cosa se chacreó cuando la cerveza se acabó, no pillábamos botillerías abiertas y terminamos comprando una vodka barato a la mala, en un bar que no tendría por qué estar vendiendo “para llevar”. El licor entró contagioso por las venas y de pronto ya no sentíamos frío, sólo nuestros cachetes colorados: puro bronceado de cantina. Ahí fue cuando alguien propuso:
-¿Por qué no jugamos strip poker?
-No hay cartas, ahueonao.
-Inventemos una versión sin cartas. El que va perdiendo las preguntas se quita una prenda de ropa.
-Ya, bueno, si igual me estaba dando sueño.
El juego no tenía ni patas ni cabeza, pero estábamos tan ebrios que todos aceptamos. “Suerte que me puse mis sostenes decente”, pensaba mientras contestábamos por turno temáticas como “marcas de condones”, “nombres de actrices porno”, “números binarios” o “nombres de micros de Concepción”.
El juego avanzaba y el vodka PL fluía por nuestras gargantas, la mesa, la ropa y hasta por el suelo. En cosa de media hora ya estábamos todos en ropa interior y entrábamos a las apuestas finales. Fue ahí que, en sostenes y calzones (pero siempre digna), logré derrotar a un amigo al que sólo le quedaban los bóxers, por lo que la sentencia era segura: se tenía que quitar todo.
Y este cabro, dado vuelta de tanto tomar vodka, pero aún pudoroso, aceptó quitarse su última pieza de ropa. Pero quiso hacerlo detrás de la cortina del comedor. Quedó en pelota y nosotros no lo vimos, porque se tapaba con la cortina color amarillo mostaza del comedor. Se estaba riendo mostrándonos el bóxer en el aire, cuando de pronto escuchamos un grito desde el edificio del frente y luego un ataque de risa. Gracias a la arquitectura de aquel condominio, lo vio el bloque B completo.
Cuento corto: Desperté con la caña del siglo, perdí mis calcetines, estaba resfriada y en la puerta me esperaba el furibundo parte enviado por el Comité de Vecinos. Pero con sólo imaginarme el trasero peludo de mi amigo pegado a la ventana y a las señoras evangélicas del frente mirándolo… siento que la multa valió totalmente la pena.
Imagen CC Gregg O'Connell