Es muy habitual que las oficinas en las que uno trabaja, anteriormente hayan sido departamentos. La empresa en la que yo trabajaba estaba creciendo y tenía varias áreas de trabajo, por lo que no todos los que trabajaban para la Consultora iban en pocas ocasiones.
Este caballero iba una vez a la semana: canoso, de barba, delgado, y bien místico. Su nombre no era Alberto, pero lo llamaré así. Pese a que iba sólo un día, era bueno para buscar conversa y, derechamente, interrumpir la pega del resto.
La Pilar lo detestaba y a él ella le caía muy bien. Siempre la pillaba en la cocina sirviéndose un café o almorzando. Es como si la siguiera, pero ella misma decía que no era un acosador era más bien paternal: ella le recordaba a su hija que vivía en España hacía ocho años. Pese a eso, siempre que estaban en la cocina me mandaba mensajes para que “la rescatara” de Alberto.
El asunto cambió la semana después de las fiestas patrias llegó muy callado y serio. A todos nos llamó la atención, pero mi compañera, la Pilar, dijo que era mejor “así no molesta”. Es cierto que eran tres departamentos hechos oficinas, pero aun así es inevitable notar cuando alguien se dirige al baño: Alberto fue seis veces en una hora. Pobre. De por sí ya es incómodo ocupar el baño para hacer ‘número dos’, ni hablar de estar con indigestión.
En un momento una de las más antiguas y peritas en la convivencia en oficina, se ofreció a ir a comprarle algo a Alberto. Así es que fue al rincón donde él trabajaba y le ofreció su ayuda. Se negó, sonrió, se hizo el casual, y dijo que “no le pasaba nada”.
Bueno, el orgullo es más fuerte que una indigestión, y ésta era fuerte. Cada vez que salía del baño salía más pálido. El problema vino después, cuando un compañero del área de diseño entró al baño y lo encontró tapado.
Ahí estaba. Un gran elefante rosado en medio de la oficina y nadie podía hablar de ello. Una de las jefas dijo muy fuerte “si a mí me pasa eso, lo soluciono al tiro”. Él se mantuvo estoico, muy profesional, escribiendo sus textos.
Como eran las dos de la tarde y la jornada terminaba a las siete, fue la misma Pilar que se ablandó y fue a interceder por Alberto ante nuestra jefa. Salió y se dirigió al enfermito. “Ya, ya no te hagai el valiente, ándate no más y te tomai esto”. Le dijo después de como diez minutos de tira y afloja. Se despidió con una forzosa sonrisa.
La Pilar volvió a su puesto, y dijo “mi papá era como Alberto… porfiao el viejo”, y agregó, “que ningún weón ocupe el baño de mujeres, ah… ¡qué asco!”.