No creo que haya una razón en particular, pero siempre, siempre me he sentado al final dentro de las salas de clases. Y ahora que lo pienso, cada grupo de compañeros que he tenido hacía lo mismo.
Había sus desventajas. Al estar tan atrás el/la profe te veía de inmediato y eras candidato seguro para responder preguntas, salir adelante, o ir a buscar a algún auxiliar. Te clavaban de mil maneras.
Pero dentro de las ventajas estaban dormir un rato, leer algún texto pendiente, hacer torpedos, etcétera. Recuerdo que me gustaba tener una vista panorámica de la sala, algo así como ‘controlar’ todo lo que pasaba.
Una de nuestras prácticas favoritas era ver las peleas que se generaban dentro de los grupos. Era inevitable notar cuando uno de los miembros se marginaba o era marginado, porque se sentaba en la primera fila con el bolso/mochila/cartera bien pegado al cuerpo, como escudo. Después entraba el ex grupo hablando a toda boca, riéndose de buena gana sin siquiera mirar al marginado/a. Algo pasaba.
Lo más triste era cuando el personaje se quedaba solo/sola dentro de la sala durante el break. Es imposible no sentir pena en ese minuto. Pena que se esfumaba cuando se sabía la versión oficial.
Al estar atrás uno ve todo lo que está pasando, por lo que notábamos al instante cuando un papelito con la información del “escándalo de la semana” empezaba a circular. En los breves segundos en que el profe se daba vuelta el papel seguía su curso hasta que llegaba cerca de nosotros. Tate. Cualquiera de los tres que estaba más cerca al receptor se hacía el casual y preguntaba ¿Qué onda, hay prueba? Así era como nos enterábamos de las historias.
Era gracioso enterarse de ciertas cosas, porque algunas eran estilo usted no lo haga. Una de las chiquillas se lanzó al pololo de su compañera/amiga pero el tipo resultó ser fiel, la rechazó y le contó a su polola lo que la amiga había hecho. En consecuencia, la mina se cambió de sección.