Asquerosa. Así fue mi experiencia en la semana mechona. Dicen que si no te mechonean es como si no te titularas. Una tontería. Mi primer recuerdo de ese día es una mezcla de olores, texturas y arcadas.
Fue el tercer día de clases cuando entraron a la sala con una ferocidad hollywoodense. Por un minuto pensé que el país estaba en guerra o algo, pero cuando caché que fuera de la sala había unos tipos riéndose entendí que mi ‘bautizo’ había llegado.
Lo primero que recuerdo fue que me quitaron la mochila, me rasgaron la ropa y de repente me lanzaron un balde de mugre en la que predominaban las cabezas de pescados. Las arcadas fueron instantáneas, rogué no vomitar delante de todos. Tenía que conservar algo de dignidad.
Después del baño, ‘la orden’ fue juntar la plata del código de mi carrera. Caminé como nueve cuadras para poder conseguir el monto. El dolor en la planta de los pies era una promesa de unas poderosas ampollas.
De regreso, hicieron que me arrastrara como militar por una especie de camino que tenía mostaza, kétchup, salsa de ajo, mayonesa, y sepa el universo qué más tenía. A los costados, claro, estaban los torturadores tirándonos huevos podridos mientras llegábamos al final del camino.
Final que, por cierto, no era grato. Tenía la última y más asquerosas de las torturas: había una cabeza de chancho a la cual debíamos besar en la nariz para terminar nuestro vía crucis. No comí carne durante varios meses. En serio.
En el transcurso del año juré que a los novatos no les haría tales aberraciones. Pero cercano al comienzo de mi segundo año de carrera, se apoderó de mí una especie de maldad que me motivó a planear junto a mis compañeros un par de torturas. Asquerosas, pero no graves.
Una mina de otra carrera se dio el gusto de mechonear a una ex compañera de colegio con la que se llevaba mal, pero mal. Hubo mucho llanto. Tuvieron que sacarla del mechoneo.
¿Cómo fue tu mechoneo?
Imagen CC vía Juan J.G.