Algunos dicen que el periodismo es un apostolado, otros dicen que es la pasión de su vida. En cambio, para mí es un peor es na’: ni me calienta, pero como siempre está ahí, igual me termino metiendo con él.
Sé que ningún profe quiere escuchar eso de una egresada, pero en serio: no estoy ni ahí con las reuniones de pauta para escuchar los mismos temas que se tocarán en el diario de al lado, en andar persiguiendo alcaldes con un micrófono para saber qué cuña políticamente correcta (e inútil) me darán o en esperar eternamente a que un entrevistado con alma de diva me dé 10 minutos de su tiempo, después de 5 días rogándole a su secretaria/Twitter/celular.
Siempre he encontrado los medios de comunicación un poquitín inservibles. Por eso, me sorprendí bastante a mí misma cuando decidí pedir mi santa Práctica Profesional en un diario de bastante renombre en mi ciudad. Era verano del 2013 y había logrado sacar mi tesis a rastras, gracias a un profesor con un déficit atencional. Los contextualizaré: había gastado todas mis neuronas en mi seminario, todos mis amigos y conocidos se iban de camping o de mochileo, el calor me derretía el cerebro y tenía que terminar ese condenado ramo “ahora o nunca”. No me daba más la cabeza para pensar en otro tipo de Práctica, así que me apunté.
Hubo varios factores que debieron haberme hecho dudar de mi atolondrada decisión. Ese medio que lucía tan prestigioso desde afuera, pagaba con 30 lucas a los practicantes, más derecho a colación (almuerzos que más de alguna vez me mandaron al WC, gracias a unos contratistas externos demasiado ahorrativos).
Como si eso no fuera suficiente, se trabajaba en turno de minero: se laburaba once días seguidos y después de esa maratón, se descansaban tres. Cabe destacar que en el 70% de las entrevistas que hice, estaba sonámbula: piensen en eso cuando reclamen que las noticias están cada vez peor. Y desde entonces que las pegas con fin de semana libre me hacen tan feliz, no importa cuánto me exploten en la semana
Para agregar algo más, el edificio donde trabajaría estaba en medio de la nada (entre humedales y terrenos baldíos) y ni siquiera había locomoción directa (experiencia muy divertida si se rajaba lloviendo).
Cualquier persona con dos dedos de frente no habría aceptado aquellas condiciones, pero como en Concepción las ofertas laborales son tan variadas como la TV abierta en Semana Santa, le eché para adelante no más. Si total, todo es currículum.
Primer día y ya me había dado cuenta que una de mis jefas era extraña. Rara y contradictoria. Se llamaba Sol, pero más bien era pura oscuridad interior (ok, ese no era su nombre, pero parecido). Quizá yo estaba demasiado acostumbrada a la buena onda constante de mis trabajos anteriores: a los almuerzos y cafecitos compartidos, a los jefes que carreteaban con uno, al “Amigo Secreto”, a sacar unas cervecitas en la tarde. O por último, que me mostraran cuál iba a ser mi computador y el baño. No sé, cortesías básicas.
Aún recuerdo la absoluta indiferencia de ella en cuanto me vio entrar. Ni siquiera apreció mi esfuerzo pillando la Sala de Prensa por mi cuenta, adentro de un edificio gigante y con lector de tarjeta en cada puerta. Sólo me miró de arriba abajo, me dijo “siéntate por allá” y sería.
Estaba nerviosa, así que para distraerme me puse a revisar las noticias en un computador que con suerte cargaba el Buscaminas y el Bloc de Notas. Era un pc refaccionado con Internet Explorer a modo de navegador y muchas barritas de emoticones. Funcionaba tan mal, que tuve que restringirme a revisar la mañana noticiosa en mi celular, mientras Sol seguía riendo con uno de los camarógrafos y hablando de sus vacaciones.
No me pescó hasta que llegaron los demás periodistas. Entonces me convocaron a sentarme con ellos alrededor de una mesa redonda (pero sin el Rey Arturo). Justo mi jefa iba a abrir la boca para preguntar mi nombre y presentarme… cuando dijeron:
-Se tomaron el Serviu. ¿Quién va?
Y todos me quedaron mirando a mí.
Para resumir el tema: fui a la famosa protesta, pero solo eran mapuches pacifistas llenos de ramas de Canelo y buena vibra (mala volá pa’ un diario conservador), así que lo relegaron a la categoría de “breve”. Me pidieron un borrador de media página que tardé casi todo el día en redactarlo, gracias al computador lleno de troyanos y malwares. De pronto eran las 2 de la tarde y seguía sin saber dónde estaba el baño o dónde cobrar mi súper almuerzo o cómo se llamaban mis colegas. Finalmente, una amiga que trabajaba allá vio mi cara de perrito perdido y aunque era de otra sección, se dispuso a orientarme.
-¿Vamos a almorzar con los demás?- me propuso.
Bajamos a un casino que parecía sacado de película gringa, porque claramente habían mesas “populares”, otras más “geek” y otras con solitarios “loser” comiendo junto al celular; los administrativos no se juntaban con los periodistas y los gerentes tenían bandejas más llenas, con colaciones "especiales".
Allá, me encontré a mis colegas y mi jefa ya instalados comiendo tallarines con salsa y un pedazo de carne de dudosa procedencia. Y nadie me había invitado, porque yo era la chica nueva y poco rubia de la escuela (?) Lo importante es que al fin pude conversar con ellos y resultaron ser muy simpáticos.
Iba todo bien, cuando a alguien se le ocurrió preguntar por un personaje que denominaremos “Andrea”:
-¿Oye y la Andrea adónde se fue ahora?
-Parece que está trabajando en ese diario digital pasao’ a UDI. Ese que siempre olvido su nombre...
-Ahhh ¿Y qué dijo? ¿Qué razones dio por su partida?- preguntó el interlocutor, esta vez tirándole el palo a nuestra jefa.
Ella se quedó mirándonos con sus ojos muy abiertos, ligeramente sorprendida, pero en milisegundos se repuso y respondió:
-Que le complicaba la ubicación del diario y que prefería retirarse.
No recordaría aquella conversación hasta dos días después, cuando otros dos colegas se pusieron a hablar de lo mismo, esta vez sin la jefa en la mesa.
-Le metió la media excusa a la Sol. Si todo el mundo sabe que la Andrea se fue porque la hacían llegar a las 9 de la mañana e irse a las 11 de la noche. Aguantó una semana y se quebró emocionalmente. Llegaba todas las noches a llorar desconsolada a la casa…
-Ya, pero sssht, no asustís a la nueva.
Yo (la nueva y aparentemente, el reemplazo de Andrea) intenté esbozar una sonrisa y pretender que eso no me asustaba. ¿Qué más iba a hacer? Si estaba atrasada con ese ramo: aunque me pidieran que ordeñara una vaca todas las mañanas para hacerle un café cortado fresquito a mi jefa, tendría que hacerlo igual. O sino, yo no egresaba.
Como decía: cualquier persona con dos dedos de frente habría salido huyendo. Pero yo me quedé, creo que sólo por llevarme la contra a mí misma.
Por suerte, aquella no fue mi única jefa ni la única sección para la que trabajé y tuve superiores más empáticos después. Y a pesar de que la rutina noticiosa puede ser repetitiva (si se le compara con otros medios), hubo entrevistas y reportajes que sí valieron la pena. Conocí colegas geniales, de esos que sudan la gota gorda por la carrera que aman y soportan estoicos los turnos y las salidas al anochecer. Pude perfeccionar mi forma de escribir y me fue tan bien, que hasta me ofrecieron quedarme trabajando de manera permanente. Yo, súper feliz, acepté…
Hasta que al mes siguiente, llegó el vale de mi primer sueldo. Incluía los descuentos correspondientes por no tener aún el cartón en mano. Miré la cifra, me di cuenta que hasta mis días de mesera habían sido más gloriosos… y ahí me decidí a huir.
Nunca volví a mirar atrás.
Imagen CC de Mikey Bailey-Gates