Mucho se habla de lo tortuosas que pueden llegar a ser las prácticas profesionales. Y tal vez sea cierto, son contadas las personas que dicen haber tenido una práctica digna de recordar. Pero poco se habla de aquellos especímenes que llegan a hacer su práctica.
Lo que me gustó de la oficina en la que actualmente trabajo, es que al final de la primera semana del practicante, todos lo/la invitábamos a algún lugar para integrarlo más. Algo loable a mi parecer.
La practicante se llamaba Romina, llegó un lunes con una sonrisa de oreja a oreja y con tanta disposición de aprender que daba gusto. La semana fue estupenda, se había ganado a la oficina porque, además, era tan rápida para las tallas que Álvaro Salas debería reclamar paternidad.
El viernes era el día de ‘integración para la practicante’, y decidimos ir a beber. Fue ahí donde se cometió el error, porque Romina tenía un problema con el alcohol del tipo se liberan mis inhibiciones. Show, un soberano show que nos tenía con risa nerviosa, y con cara de nos van a echar cagando de acá.
No sabíamos qué hacer, y nadie sabía dónde vivía nuestra Vale Roth. Dueña de la mini pista, sacó –o se lanzó– a bailar a cuanto tipo se le cruzó por el camino. Tal vez no salía hace tiempo o tal vez no tomaba desde el primer año de carrera, la cuestión es que decidimos irnos y la sacamos prácticamente con promesa de permanencia en la oficina.
Lunes. Vuelta al trabajo. Llegó fresca como lechuga y tan en sus cabales que parecían venir de terapia. “Estuvo increíble lo del viernes, hay que repetirlo, ¿verdad?”, eso fue lo que dijo. En ese momento se generó ese silencio incómodo en que no se sabe qué decir. Y fue ella misma quien rompió el hielo “Ay, no sean fomes. Hay que salir a soltarse de vez en cuando”.
El jefe nos mandó un mail que sólo decía: Ni cagando.
Imagen CC vía xlordashx