La verdad es que los jefes, pues son los jefes. Nos pueden causar temor, admiración, o simplemente asombro. Porque bueno, son los jefes. A ellos les pagan para eso. Y por eso es que están en esos puestos. Su trabajo es que vivas confundido, no creas otra cosa. Todo ese cuento que están ahí para guiarte, hacerte tu jornada laboral más fácil, hacer que crezcas, es una mentira. Su labor en la vida es hacerte tu jornada de trabajo una pista de obstáculos. Y si estás en un trabajo donde tengas dos jefes, pues la cosa se puede poner un poco más complicada, para tu cerebro y a veces, para tu cuerpo
Cuando era "joven" (me siento un poco mayorcita ahora) trabaje los fines de semana en una pizzería a domicilio. En un principio mi trabajo parecía sencillo: contestar el teléfono, tomar pedidos, pasarlos al área de la cocina, verificar que salieran, y recibir el dinero de vuelta. Al final del día debíamos contar el dinero que teníamos y compararlo con lo que habíamos anotado de "ventas" en el día. Me pagaban y además, me daban dos pizzas diarias. Dos, no una. Y gracias a mi metabolismo de adolecente, debo admitir que me las disfrutaba las dos sin ningún remordimiento.
Hasta ahí pues todo iba bien. Comer pizza, hablar por teléfono, mi compañera de pega era una de mis mejores amigas, los chicos de la cocina y que hacían las entregas eran un encanto. Mi vida era perfecta. Hasta que llegábamos al punto de los jefes. Porque la pizzería tenía dos jefes: dos amigos que se habían asociado para montar su negocio soñado y dedicarse a disfrutar las ganancias.
El problema era que, a pesar de ser amigos, como que en los negocios no hablaban el mismo idioma. Y lo que empezaba entre ellos como una simple discusión sobre dónde comprar el queso, terminaba en pelas realmente diabólicas. Y las peleas eran dignas de cualquier teleserie brasilera del medio día. Gritos, insultos, hasta lanzadas de vasos (pero faltaron los cachetones debo admitir). Todo esto mientras estábamos con el teléfono en la oreja, o las manos en la masa (de la pizza, claro).
Lo más bizarro de la situación era su nivel de "profesionalismo" con el equipo: entre ellos casi se lanzaban puños, pero cuando hablaban con nosotros, a segundos de la pelea (¡Que todos habíamos visto!) actuaban como padres cariñosos, y hasta bromeaban entre ellos. Decir que caminábamos sobre copas de vidrio es poco. Nunca sabíamos en qué momento estallarían y de verdad que sentíamos "miedo".
Cuando las peleas se hicieron más continuas de lo normal, decidieron salomónicamente, dividir la pega: uno iría un fin de semana, y el otro iría el fin de semana siguiente. Y aunque esto si significó el cese a la violencia, para los chicos que trabajábamos en la pizzería resultó en que el trabajo se volviese una pista de obstáculos sorpresa: NUNCA sabíamos qué hacer cuando llegábamos, porque cada fin de semana, cada uno de los jefes cambiaba las "normas" de trabajo al son que más le pareciera ese día. Un día teníamos que anotar todo en una lista, otro en una cartelera. El dinero guardarlo en una caja, pero otro día mejor en una bolsa (¡no había caja registradora!). A veces habían penalidades para el equipo que podían ir desde "te toca limpiar los baños" hasta "te descontamos dinero de tu paga". Siempre parecía una pista de obstáculos.
La verdad es que aunque no lo crean, duré un año y medio en esa montaña rusa. Cuando uno es joven y necesitas dinero para cervezas y cigarros, y comida grasosa todos los fines de semana, uno aguanta todo. Lo que no aguantó, por supuesto, fue el negocio. Al mes que decidí irme, la pizzería cerró sus puertas.
Todavía me pregunto si mis dos jefes son amigos, si se hablan. Me da miedo buscarlos por Facebook, no vaya a ser que sigan peleando en sus respectivos muros. Lo que sé es que esa experiencia de trabajo me dio para pensar que los jefes de verdad te preparan, para cualquier sorpresa que venga. Al final, ¡ese es su trabajo!
Imagen CC juan pablo santos rodríguez