La Sol llegó un día lunes de enero a la oficina. Entró escuchando música, muy tranquila y confiada. Las miradas fueron fulminantes y reprobatorias. En la oficina había siete mujeres y dos hombres. El quórum femenino se imponía y, hay que decirlo, las mujeres son bravas.
Eso fue durante el primer día. El carisma y ternura de la nueva compañera dejó a las féminas más que encantadas, se peleaban por trabajar con ella: talentosa, proactiva, inteligente. En relaciones públicas esas características se agradecen.
Todo fue bien durante tres meses. Ella contribuía a un grato ambiente laboral -lo que cuesta mucho por estos días- y como yo había llegado apenas una semana antes que ella, nos llevamos bien desde el principio y formábamos buen equipo.
Pero demasiada maravilla le molestó a los astros, al destino, o no sé a quién carajo. Después de una extenuante semana de trabajo, nuestra jefa andaba irascible e intratable. Y la Sol, como cualquier mortal común y silvestre, escribió: “Jefecita, ¿por qué no se fuma una cosita? Anda muy estresada”. Craso error. El tweet fue leído por la jefa en cuestión y puso el grito en el cielo.
La llamó a su oficina, y estuvieron más de una hora “en reunión”. Cuando la Sol salió tenía un semblante serio y molesto. Lo primero que hizo bloquear a la jefa y ponerle candadito a su Twitter. Cuando llegó fin de mes, renunció. Fue una pérdida para toda la oficina.
Sin embargo, la Sol se descargó hidalga y soezmente por la misma red social. Como la jefa era/es bien copuchenta, y no podía leer los tweets de la Sol, en la hora de almuerzo dejé mi twitter abierto. Evidentemente, lo leyó. El portazo de su oficina se escuchó hasta el comedor.
Foto CC vía Antonio Tajuelo