La verdad es que escribiendo estas columnas me he dado cuenta que mi paso por la U fue bastante más entretenido de lo que pensaba. Entre la locura de la entrega de la tesis y mi fugaz pero “emocionante” práctica profesional, no podía dejar de lado alguna anécdota “mechona”.
Reconozco que me habían metido bastante miedo con el asunto. Era típico ver a los chicos de primer año de cualquier carrera cochinos y hediondos pidiendo plata para que les devuelvan sus pertenencias, así que debo asumir que los nervios me comieron la guata las dos primeras semanas.
Para no ser menos, anduve con la peor pinta esos días: a puro buzo, poleras viejas y zapatillas pero, por supuesto, con una muda de ropa en la mochila en caso de emergencia. Con lo único que no contaba es que una semana antes de entrar a la universidad me asaltaran y en el forcejeo me lesionara la muñeca derecha, lo que me dejó enyesada por 15 días. Por un lado sentí alivio porque pensé que con eso me salvaba del mechoneo, pero… ¡no logré zafar!
El día que entraron a la sala y nos requisaron bolsos y zapatillas no tuvieron compasión con mi brazo blanco y duro. Luego de hacer amagues varios días, aquel en el que por fin decidieron hacer nuestra ceremonia de bienvenida los de segundo agarraron una bolsa de plástico y me cubrieron todo el yeso. Santo remedio.
Y así, con bolsa, buzo y zapatillas pasé por unas mezclas asquerosas y hediondas. Harina, huevo, pescado podrido, mostaza y vinagre para el olor, además del bendito beso a la cabeza de chancho. Lo mejor parte fue la mojada grupal. Cuando era mi turno me agarraron del brazo malo y, colgando, me mojaron de ahí para abajo. El yeso quedó intacto y yo mojada entera.
Ahora tocaba ir a pedir plata para la celebración posterior. Así salimos con tremendas pintas a solicitar esa monedita que te acerca a tu mochila y tus zapatos. La verdad es que me aguanté un buen rato, pero el yeso comenzó a pesar… sí, fue hace tiempo, así que era de los yesos viejos que pesan.
Todavía me faltaban monedas para llegar a la meta, pero me devolví y los chiquillos de segundo me la perdonaron. Mención especial para la compañera que me lavó el pelo para sacarme el menjunje y el olor que tenía. ¡Con una mano era imposible!
Limpiecita, luego de que los encargados del mechoneo nos dieran jabón y shampoo (unos genios), logré por fin poner mi brazo en el cabestrillo, relajarme y disfrutar del asado de bienvenida. La ropa quedó para la historia, y sin ninguna posibilidad de recuperación se fue directo a la basura.
Mi brazo aguantó algunos días más antes de volver a la normalidad, pero ni siquiera el yeso me libró de ser parte de esta ceremonia. ¡Menos mal! Porque, la verdad, es que lo pasamos genial y forma parte del itinerario necesario de cualquier universitario. Pura buena onda, mal olor, cuidados para el brazo enfermo, risas y asado al final ¿qué más se puede pedir en ese momento?
Foto CC vía Flickr.