En tiempos en los que todo el mundo anda apurado, pensando en sus propios problemas, concentrado en sus actividades o tareas diarias, sin mirar hacia el lado cual caballo de carrera en competencia, hay un valor que ha ido quedando en el camino: la amabilidad.
Muchos la perciben como un simple acto de cortesía o educación. Otros le quitan valor y simplemente la identifican como un acto de hipocresía o vacíos gestos de protocolo social. Sin embargo, más allá de eso, la amabilidad se relaciona con valores tan esenciales como el respeto, la solidaridad, la tolerancia y la sociabilidad. De hecho, por definición, una persona amable es aquella que “por su actitud afable, complaciente y afectuosa es digna de ser amada”.
Gestos tan simples como saludar a tus compañeros de trabajo cuando llegas a la oficina, sonreírle a quienes van contigo en el ascensor, conversar dos minutos con el conserje de tu edificio, aunque sea sobre el clima, dar las gracias cuando alguien te hace un favor, mirar a las personas a la cara cuando te están hablando, o preguntar si alguien quiere algo cuando bajas a comprar al negocio de la esquina, pueden hacer la diferencia y aportar a construir un mejor clima laboral. Sobre todo si eres jefe. Está escrito que los verdaderos líderes lo emplean con frecuencia, y los jefes ineficientes, muy rara vez.
Finalmente, la amabilidad implica igualdad de tratamiento y está directamente relacionada con la consideración que tenemos con nosotros mismos. A todos nos gusta que sean amables con nosotros. Entonces partamos con la “buena onda” por casa.
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