Según mi experiencia hay un factor fundamental, y casi determinante, al momento de iniciar la jornada laboral, de esos que pueden llegar a marcar tu día, que te motivan a trabajar con una sonrisa o que simplemente lo convierten en un suplicio. No, no hablo del “clima laboral”, ni sobre si te llevas bien o mal con tus compañeros. Me refiero a la música en la pega.
Quizás exagero, pero para mí es un tema. Me parece que no hay mayor falta de respeto a nuestro estado de ánimo que adueñarse del espacio común e imponer tu música a todo el resto y a todo chancho, sin importarte si es del gusto del resto. No me mal entiendan, me encanta la música y no sobrevivo un día sin ella, pero en mis audífonos, porque asumo que no todos quieren escuchar lo que yo.
Hace un tiempo, en mi trabajo anterior, tuvimos este problema. Una compañera le puso parlantes a su computador creyendo que su antigüedad en la oficina le otorgaba la libertad de decidir qué debíamos oír. Pasando de rock pesado a trova nacional, sin ningún problema. Incluso haciendo loop de sus canciones favoritas, las que podían sonar 10 veces seguidas, por lo menos. No dramatizo. Incluso una vez tuve que soportar, con sonrisa falsa, que alguien me torturara con No Mercy, para después preguntarme “que es bueno este grupo ¿ah?”. Sí, estupendo.
Lo peor, es que la gente se siente cuando les pides que bajen el volumen, porque todos creemos que la música que nos gusta es lejos la mejor. Estoy convencida de que no existe manera “buena onda” de decirlo, sin herir susceptibilidades. Una vez traté de pasarle un disco, diciéndole: “oye, tengo este disco que quizás te puede gustar, por qué no lo pruebas”. Pero nada. No pasó nada.
Finalmente, alguien tiene que ceder y, claramente, esa tuve que ser yo. Como no estaba dispuesta a pagarle con la misma moneda. Decidí hacerme la tonta y, cada vez que sonara Korn de fondo, taparme los oídos con algo más agradable e intentar tomármelo con más “humor”.