Cuando decidí estudiar periodismo, no sabía realmente cuántas decisiones más estaba tomando. Porque por mucho que te digan que elegiste una carrera que paga mal y que no tiene mucho mercado, es algo que no te crees del todo hasta que estás ahí, buscando pega. O trabajando.
Empecé mi vida laboral en el rubro antes de terminar la universidad. Hice mi práctica en cuarto año en un diario grande y tradicional y ahí me quedé. Boleteando. Es que en ese diario no contratan a la mayoría de sus periodistas. Tienen mucha oferta y poca demanda, algo que a pesar de haber reprobado dos veces economía alcancé a aprender. Igual me aferré a la posibilidad de estar en el lugar preciso en el momento exacto y conseguir uno de los preciados documentos que me asegurarían trabajo hasta mi jubilación.
Pero no pasó nada. Después de dos años y medio, renuncié. Entre comillas, claro. No se puede renunciar sin un contrato. No se firman finiquitos. Y si te echan – también entre comillas – no se reciben compensaciones.
Desde entonces han pasado cuatro años. He tenido un par de trabajos con contrato, aunque ninguno como periodista. Y me he dado cuenta de que me gustan. A pesar de que ahora mismo tengo que hacer mi boleta, sueño con volver a firmar un papel que me permita vacaciones pagadas. Porque ahora que ya aprendí, desembolso para la isapre todos los meses y me impongo solita en la AFP aunque no sea una obligación legal, para que me cubran mis licencias, eventualmente mi pre y post natal y mis seguros de cesantía. Declaro mis ingresos como buena ciudadana y espero con ansias la devolución de impuestos una vez al año.
Me gusta mi trabajo y me gustó mi carrera. Pero – para qué mentir – ganaría más y tendría mejores condiciones si hubiera estudiado casi cualquier otra cosa. Ser freelance no es tan estiloso como suena.
La vida sin un contrato
Publicado
por
Carolina Lopez Montecinos