Desde el primer día de febrero que “la ola festivalera” parece arrasar con casi toda la parrilla de contenidos nacionales en televisión, diarios y revistas. Y es que estamos en un país que parece sentirse orgulloso de contar con “uno de los certámenes musicales más grandes del mundo”, pero que lo alimenta, mediáticamente, de cahuines, romances, pechugas y críticas de moda, más que de aquello que debiese ser su verdadero sentido: un show con contenidos, cultura y música de calidad.
Lamentablemente, el Festival de Viña es el reflejo de lo que ocurre en la mayoría de nuestros medios, en donde reemplazan al “espectáculo” por la “farándula”. Lo que debiese ser un show novedoso, completo, con jurados realmente eruditos en el tema ; puerta de entrada a artistas emergentes y con una evidente priorización a levantar a nuestros artistas nacionales, se transforma en un escenario repetido, tedioso, sin cultura y que prioriza los escandalillos antes que la entrega de un verdadero hito musical.
Una de las representaciones más evidentes de esto fue el penoso incidente ocurrido entre Américo y Rafael Araneda que, evidentemente, se llevó la atención unánime de cuanto medio existe en nuestro país. Malo y denigrante desde donde se le mire: por un lado demuestra la poca seriedad e inteligencia de nuestras plataformas televisivas y escritas, que dan tanta tribuna a un hecho tan absurdo, y en segundo lugar, evidencia el aíre de grandeza de un cantante que se escuda en la defensa del discurso del “poco reconocimiento al artista nacional”, para saciar su ego e interés propio.
El otro extremo de la moneda y, hasta el momento, lo más valorable del certamen, se lo lleva, sin duda, Calle 13. Un grupo que no sólo entrega música con ritmo, sino que deja plasmado en el escenario un discurso lleno de conciencia, enfatizando en las problemáticas reales de nuestra sociedad actual y aportando un grano de arena en el cambio de mentalidad que necesitan los jóvenes de hoy.
“La educación es nuestra nueva revolución, no es el fusil, es la educación, ese es el mensaje que queremos entregar”, gritó anoche René Pérez, más conocido como Residente; y, seamos sinceros: cuánta razón existen en esas palabras.
Lo ocurrido en la jornada de ayer no fue más que una lección para aquellos cantantes que creen que al recibir dos antorchas y dos gaviotas se hacen mejores artistas. La grandeza se lleva cuando te quedas con lo que de verdad importa: la ovación del público y el reconocimiento espontáneo, por la entrega de un mensaje que va más allá de una linda voz y una buena entonación, sino que, además, logra tocar la fibra más sensible de aquellos que buscan un cambio definitivo en esta sociedad.
Dedo para abajo para el Festival de Viña (y toda la maraña farandulera que lo envuelve) y un aplauso por aquellos músicos que aún tienen deseos de entregar algún mensaje coherente y sensato a las nuevas generaciones.
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