Odiado o querido, el metro es una parte importante de la vida de muchos universitarios. Si hicieramos una suma del tiempo que utilizamos para trasportarnos por este medio, sin duda, te sorprenderías. En mi experiencia, a diario ando en él unos 40 minutos, lo que me daría una no despreciable suma de 13 horas mensuales a bordo del famoso trencito del Transantiago.
Y como la vida del universitario es bien agitada, obviamente no nos gusta desperdiciar ni un sólo segundo. En el metro hacemos de todo: estudiar, resumir, escuchar música, hablar por teléfono, hasta dormir. Pero no puedo pasar por alto aquellos momentos clásicos de este trasporte, sobre todo esos que no pueden evitar ponerme de mal humor.
El primero y que más odio, es aquella testarudez de la gente, y que pese al constante mensaje en alto parlante de “deje bajar antes de subir”, cuando se abren las puertas y tú quieres salir del vagón, ahí están, como una pared inmóvil que lo único que quiere es subir y le da lo mismo si pudiste bajar o no. Debo admitir que en esos momentos no lo pienso dos veces y avanzo hacia afuera de la manera más brusca posible, ojalá pisándole a alguien un pie.
Luego viene la situación contraria, cuando quieres subir y las personas de adentro no te lo permiten. Se ubican como un muro en la entrada del vagón, y lo peor de todo, el pasillo del metro está completamente vacío. Pero ellos insisiten en quedarse ahí, sin siquiera inmutarse con tu “permiso”. Como no se mueven, es evidente que tendrás que, por lo menos, tocarlos, y cuando esto ocurre debes aguantarte la cara de malestar por “haberlos pasado a llevar”. Mal.
Los peores personajes del metro, a mi gusto, son aquellas señoras que no les importa empujarte, golpearte o hasta botarte, si pudieran, con tal de pasar por encima de todos para llegar a su única finalidad: el asiento. Y si es que no hay ninguno vacío, se instalan al lado de la persona más jóven que encuentren, dirigiéndole una mirada asesina cada 10 segundos. ¡Qué cosa más desagradable!
En las horas peak de congestión, bien temprano en la mañana o a eso de las 7 de la tarde, cuando todos van o se devuelven a sus hogares, el viaje empeora de una manera brutal. Y como si ya no fuera realmente incómodo tener que ir completamente pegado a una persona que nunca en tu vida habías visto, comienzas a sentir extraños olores corporales. Un mínimo de conciencia, y antes de subirse al metro, bañarse, ¡por favor!
Últimamente he notado que al metro le ha dado por quedarse más tiempo de lo que debe en algunas estaciones. Las puertas no se cierran nunca y, para más remate, justo vas más atrasado que nunca. Miras el reloj incansablemente como queriendo detenerlo con tus ojos, y las puertas siguen igual: ¡abiertas!. No queda más que resignarse. Ya llegaste atrasado y no hay nada que hacer
Pero para que ser tan negativos. Aveces también hay situaciones que te alegran el viaje. Como el típico intercambio constante de miradas con una persona que encuentras atractiva o te llama la atención. ¡Quién no ha “pinchado” alguna vez en el metro! Sin duda te bajas con una sonrisita tonta en tu rostro y se te alegra, aunque sea unos minutos tu día.
Pese a todo las situaciones desagradables por las que debemos pasar andando en metro, tampoco debemos desmerecer que sin él, lo más probable es que nuestros traslados serían mucho más largos. Además, nuestro metro es un referente de limpieza y mantención para muchos otros países. En EE.UU es el trasporte más peligroso y, por lo mismo, el que menos prefieren. Acá la seguridad es excelente. ¿Cuántas veces no hemos querido que esté abierto a las 3 o 4 de la mañana para poder devolvernos del carrete a nuestras casas, y llegar a salvo y sin preocupaciones?.
¿Y tú? ¿Tienes experiencias en el metro? ¿Qué te gusta y qué te desegrada? Te invitamos a dejar tu experiencia sobre este medio de transporte que, sin duda, ha pasado a ser parte importante de la cultura de todos los santiaguinos.